Los linchamientos son una tragedia en sí mismos. Turbamultas enardecidas por sucesos, ciertos o falsos, que las agravian según las circunstancias, arengadas por quienes en esos momentos las dirigen —frecuentemente al grito de “¡mátenlo!” o “¡quémenlo!”—, aunado a la inacción, por imposibilidad o indiferencia, de las policías, deciden “hacer justicia” y asesinar con crueldad extrema a quienes se les considera culpables de los hechos que no le constan, pero que asumen como verdad indiscutible. Así, la violencia, que siempre, en mayor o menor medida, está presente en la comisión de delitos, se potencializa con esas manifestaciones de furia colectiva tan frecuentes en México, aunque sólo de vez en cuando ocupan los espacios noticiosos. Baste considerar que, según la Universidad Autónoma Metropolitana, en los últimos ocho años se han documentado alrededor de 1,400 linchamientos, propiciados por una variedad de condiciones que en su conjunto crean un caldo de cultivo de salvajismo humano ilegal, inmoral e injustificado a todas luces.

Este fenómeno se aprecia con mayor frecuencia en comunidades unidas, sobre todo de áreas rurales o marginadas, donde el acceso a la justicia formal es limitado y la violencia es vista como una forma aceptable de resolver conflictos e imponer la autoridad; en las que es fácil propagar información, rumores o acusaciones, desatar la ira colectiva contra personas específicas, e incitar a la venganza grupal. Se trata de comunidades inmersas en situaciones de crisis económica, política y social, que viven en constante tensión y/o incluso bajo la influencia de grupos armados o del crimen organizado y, por lo mismo, susceptibles a episodios de violencia como expresión de frustración colectiva.

No obstante, los linchamientos dejan ver otra tragedia aún mayor: la innegable percepción de ineficacia, corrupción, o ambas, en las instituciones de seguridad pública y justicia penal. Como la multitud —siempre bajo el anonimato de las masas— siente que el sistema legal no es capaz de ofrecer justicia oportuna y efectiva, o tiene la sensación de que los delincuentes no enfrentarán las consecuencias de sus actos, opta por tomar venganza —disfrazada de justicia— en sus propias manos. Pero en realidad, no logran nada que vaya más allá de emociones temporales de satisfacción, y siempre generan mayores daños que los que les dieron motivos. En el más reciente linchamiento conocido, el propiciado por el muy lamentable asesinato de Camila, hubiera sido mejor enviar a los responsables a prisión para que, como dijo la mamá de la pequeña, sufrieran los mismos años que ella pasará sin su hija.

Atrás del linchamiento de Taxco, y de tantos más, está, pues, la desconfianza generalizada en las instituciones de justicia, asociada a impunidad, violencia, inestabilidad social y, sobre todo, a una arraigada cultura de la violencia. Esas son las condiciones que atender para entender y prevenir estas manifestaciones de ira colectiva, inaceptables desde cualquier punto de vista. Pero todo comienza por reconocer que, pese a los avances que se quiera, no ha mejorado en nada la mala percepción sobre la eficacia de las instituciones de seguridad y de justicia, como he venido planteando en colaboraciones anteriores. Allá el ciego que no quiera ver.

Abogado penalista.

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